Dejando de lado las
paparruchadas derechistas de ocasión, tales como la promesa de “terminar con el
curro” de los derechos humanos, o de “cerrar la etapa”, vale la pena
reflexionar sobre algunas cuestiones que se plantean (a veces con inocencia, otras
desde la ignorancia, las más de mala leche) en torno a la política K en esta
materia.
Particularmente me
refiero a las acusaciones lanzadas por la supuesta “apropiación de los DDHH”,
su “estatización”, y a la adhesión a esas políticas por parte de algunos organismos
defensores de los mismos (la “cooptación”), que, al decir de los detractores,
quitan legitimidad a su lucha.
I - La
apropiación.
Cuando se habla de que
el kirchnerismo “se apropió” de los DDHH, suele sostenérselo desde la
perspectiva de afirmarse que se desconoce lo actuado por los restantes
gobiernos desde 1983 en adelante, en lo que hace al juzgamiento de los crímenes
de lesa humanidad cometidos por la Dictadura. Vale la pena hacer un sintético
recuento de lo realizado y lo retrocedido en la materia en cada etapa, para
evitar alguna suspicacia, o que se piense que el suscripto desconoce o prefiere
soslayar lo acontecido en el proceso de 20 años de avances y retrocesos:
Es decir, a 20 años de
reinstalada la democracia, más allá de intenciones, responsabilidades y
convicciones, lo único que teníamos en pié, gracias a la voluntad
inquebrantable de los organismos de DDHH y de un puñadito de jueces, eran los
Juicios por la Verdad (meramente declarativos, sin posibilidad de otra condena
que no sea la social) y los iniciados por la apropiación de bebés (posibles
gracias a que Strassera se negó a considerarlos crímenes de lesa humanidad, no
los incluyó como cargo en el juicio a las Juntas, y de que Alfonsín no le dio
el impulso necesario al reclamo de Abuelas en 1985, y por lo tanto, sus
perpetradores quedaron fuera de los indultos menemistas).
No puede negarse que
el kirchnerismo, vía decretos, leyes, creación de nuevos derechos (a la verdad,
a la identidad), con impulso de las causas, buscando las ratificaciones de
nulidad en la justicia, puso claramente de manifiesto su voluntad de
desmantelar todo el aparato jurídico montado a favor de la impunidad.
Sin embargo, los
fracasos pasados, no nos autorizan a decir que “nada se hizo”, o al menos que
“nada se intentó hacer”. Pero tampoco creo que pueda enunciarse como regla una
linealidad de la política de DDHH del kirchnerismo respecto a sus antecesores,
ni que el kirchnerismo planteó una mera continuidad, solo que resultó más
exitoso. Sus diferencias son demasiado notables, y me remito a 3 ejemplos.
1) El fundamento
ideológico:
Cuando la CONADEP
presentó ante la TV el “Nunca Más”, El Ministro del Interior radical, Antonio
Tróccoli irrumpió en escena oficiando de “presentador”. En esa oportunidad dejó
claro que el accionar del Estado en el
intento de castigar penalmente a los responsables de la Dictadura se inscribía
en la denominada “Teoría de los Dos Demonios”, un engendro doctrinario que
contradecía la realidad histórica y la legislación internacional en materia de
DDHH y crímenes de lesa humanidad; y que obviaba por completo la complicidad
civil en el Golpe de 1976. Todo quedaba reducido al choque de dos brutalidades
armadas, equiparando a los contendientes y juzgando a quienes se habían
excedido metodológicamente en el rol que le había confiado “la gente” de
terminar con el “enemigo subversivo”. Suele olvidarse que, mientras se juzgaba
a los dictadores, se mantenía el pedido de captura contra Juan Gelman (entre
varios otros); y que Alfonsín, no conforme con nunca recibir a Madres de Plaza
de Mayo, acusó de desestabilizadora a Hebe de Bonaffini (y por extensión a la
organización) por el sólo hecho de continuar con sus reclamos de aparición con
vida y castigo a los culpables.
Desde los organismos
de DDHH se sostuvo siempre la tesis de que no se podía establecer
equivalencias. El Estado debe estar sometido a la legalidad aún cuando combate
a la ilegalidad porque es el depositario de la fuerza pública y cuenta con los
mecanismos y medios necesarios para hacerlo, nada justifica los excesos y,
mucho menos, la sistematización de la arbitrariedad, de la inhumanidad y de la
clandestinidad como método.
El kirchnerismo
recogió en su práctica este concepto, no pretendió ser neutral ni equidistante
desde lo discursivo, sin que ello implique privar de alguna garantía legal o
jurisdiccional a los juzgados por practicar el Terrorismo de Estado. Su
voluntad de desarticular el aparato de impunidad chocó con la reticencia
cómplice de decenas de jueces (de los de acá y de los que, desde el exterior,
se negaron a viabilizar extradiciones), mas no por ello se apartó de los
estrechos márgenes que el tiempo y la legalidad le imponen.
El kirchnerismo apoyó
su acción en la articulación de la amañada legalidad argentina y la vigencia de
los Tratados Internacionales que la impugnaban. El alfonsinismo sí quebrantó la
legalidad existente, pero, lamentablemente (y excepción hecha de la inicial
reforma al Código de Justicia Militar que habilitó el juzgamiento por
tribunales civiles), siempre y progresivamente a favor de la impunidad.
2) Los alcances de
la investigación:
Volviendo a Tróccoli,
la cuestión se centró en la disputa por el poder entablada por organizaciones
guerrilleras, y el ejército que se desmadró, quebrantando la institucionalidad
primero y violando DDHH después. Un recorte inadmisible de un proceso histórico
caracterizado por el permanente ninguneo de los intereses populares, la
represión de sus protestas y reclamos y por la proscripción sistemática de las
fuerzas que lo representaban (desde el viejo anarco-sindicalismo, pasando por
el yrigoyenismo, hasta el peronismo). Proceso iniciado en la génesis misma del
Estado Nacional para preservar una estructura de desigualdad funcional a los
privilegios de una oligarquía local con inescindibles lazos con el
colonialismo. Porque el Golpe del 76 pudo ser el más cruento, el más violento,
pero no fue más que otro eslabón de una larga cadena de intervenciones directas
de los sectores de poder, con la que se azotó al país cada vez que consideraron
que la democracia ponía en jaque alguno de sus privilegios.
Por eso se juzgó sólo
a militares por violaciones a derechos civiles y políticos, nunca se puso en la
mira a los agentes de las grandes corporaciones, a los autores intelectuales y a
los beneficiados con el desquicio, a aquellos que a través del Golpe hicieron
pingües ganancias de la desarticulación de los movimientos sindicales y
políticos y se dieron a la tarea de vulnerar sistemáticamente Derechos Humanos
(tanto como los otros) económicos, sociales y culturales.
El combate con estos
otros golpistas no ingresó en el ámbito tribunalicio, y tampoco en la lucha por
sofrenar las inequidades del mercado. Se mantuvo exclusivamente en el terreno
de la retórica de barricada, en la sociedad rural, en algún púlpito, desde
algún estrado desde donde se denunció la campaña de desánimo desplegada desde
la prensa.
Faltó voluntad para ir
por los cómplices, ideólogos y favorecidos. Y no es que no se contaran, por
entonces, con elementos judiciables. ¿Acaso el Fiscal Ricardo Molinas no puso
en manos de Alfonsín (así como la CONADEP el Nunca Más) un informe lapidario
que justificaba la anulación de la entrega de Papel Prensa a Clarín y La
Nación? ¿Acaso la propia declaración testimonial de Magdalena Ruiz Guiñazú en
el juicio a las Juntas no fue demostrativa de la interacción entre periodistas
y militares? ¿Acaso el Apagón de Ledesma o los acontecimientos de Villa
Constitución eran casos desconocidos en la época? ¿no quedaron registrados en
el informe de la CONADEP episodios en Ford, Mercedes Benz, Astarsa (Techint)?
¿No resultan significativas las similitud entre los postulados levantados y
publicados por las entidades patronales previamente al golpe y las medidas
adoptadas en abril del 76 por Martínez de Hoz?
Verlos a Blaquier, a
Massot, a Martinez de Hoz, a directivos de las automotrices, en el banquillo de
los acusados; que se haya abierto la investigación contra directivos de Loma
Negra por los desaparecidos en Olavarría;
que se haya reabierto y se lleve a la justicia la causa por la
apropiación de Papel Prensa, que se haga hincapié permanente a caracterizar la
resultante del Golpe de Estado como “Dictadura Cívico Militar”, demuestra que
el kirchnerismo, en cambio, se hace cargo de lo denunciado por Rodolfo Walsh en
su “Carta Abierta a la Dictadura Militar”: “En
la política económica de ese gobierno debe buscarse no sólo la explicación de
sus crímenes sino una atrocidad mayor que castiga a millones de seres humanos
con la miseria planificada”. ´He aquí otro sustancial elemento
diferenciador.
Eludiendo la cuestión
de la matriz ideológica que animó al alfonsinismo (la Teoría de los Dos Demonios,
inadecuada para abordar la cuestión de las motivaciones económicas), suele
justificárselo aduciendo que no estaban dadas las condiciones en una democracia
joven y no consolidada, distintas a las presentes. Puede que esa lectura
tiempista tenga algo de acertada. Pero no es menos cierto que las condiciones
en que Alfonsín deja anticipadamente el gobierno demuestran que el Poder
Permanente, reafirmado durante la Dictadura y no cuestionado durante el nuevo
régimen, conservó su capacidad de fuego y disposición a ejercitarlo (ya no por
golpes militares, sino por golpes de mercado), socavando aún más el prestigio
de la joven democracia.
En tal sentido, la
concentración económica y de poder real, continuó consolidándose durante el
neoliberalismo menemista, renovando y ampliando escandalosamente el aparato de
control social. Sin embargo, lejos de ampararse en el justificativo de que el
enemigo es demasiado grande (más grande), el kircherismo se atrevió a
interpelar a los artífices ocultos de aquella Dictadura, los mostró a la
sociedad y empezó a rascarle la pátina de intocabilidad con la que gustan
desplazarse por la vida. Ha sufrido las consecuencias de su ira, es cierto,
pero cuando más es golpeado por las corporaciones, parece más se fortalece. El axioma
alfonsinista de “no se hace para preservar la democracia” viene siendo exitosamente
refutado: la lucha por la justicia social y el cuestionamiento al poder
económico refuerza la democracia, no la desestabiliza.
3) La finalidad
última de la política de DDHH:
No hay por qué estar
de acuerdo con esta afirmación, pero a mi entender la reivindicación de los
DDHH realizada por el alfonsinismo fue funcional a un primer objetivo: el
sostenimiento y consolidación del orden democrático. Visto desde la óptica
liberal, la democracia formal “per se”, es antecedente y garante de los DDHH (“con la democracia se come, con la
democracia se cura, con la democracia se educa”). Mostrar a la sociedad las
atrocidades cometidas por los militares, podría fungir de convincente argumento
para persuadir a la sociedad de que “nunca más” apoye Golpes de Estado, aislar
a sus cultores y desprestigiar para siempre a sus propagandistas (la lógica
surge del discurso de Tróccoli ya mencionado).
Ese es el motivo,
quizás, por el cual el impulso desde el gobierno se centró, exclusivamente, en
la Juntas, intentando evitar, vanamente, con la Ley de Punto Final (sancionada
inmediatamente a que recayera la sentencia de condena), que las causas se
extiendan al resto de los ejecutores, privilegiando la estabilidad política (la
casa en orden, como dirá un año más tarde) a la búsqueda de verdad y justicia.
Reconozco que,
formalmente, la democracia no estaba en peligro al advenimiento del
kirchnerismo (la crisis del 2001 se saldó por los canales institucionales). Pero
desde la perspectiva material, y si es cierto que con la democracia se come, se
cura y se educa, la situación se presentaba más grave aún que en el ‘83. Prescindiendo
de los militares y a través de “maniobras de mercado”, el poder mediático y el
poder económico se las arreglaron para eliminar el escollo alfonsinista,
“domesticar” a Menem, y sostener el modelo neoliberal más allá de la
inoperancia delaurrista, condicionando a su antojo los gobiernos y
divorciándolos de las expectativas de su base electoral. La democracia, para
2003, no era más que un juego dispuesto para cambiar gerentes, y el Estado un
ente inoperante, endeudado defaulteado y condicionado por la amenaza replicante
de “quedar fuera del mundo”, atrofiado a las dimensiones del S. XIX, colonizado
en todos sus estamentos por consciencias amoldadas a las directivas del
Consenso de Washington, y con la mayoría de las fuerzas de seguridad y
funcionarios del poder judicial “incontaminados” de cualquier tendencia que les
permita abordar los fenómenos de la marginación, la pobreza y la desocupación
desde cualquier otra óptica que no fuera la represiva.
Es cierto que, sin peligro
de rebeliones militares, la tarea del juzgamiento a los represores, pudo ser
más sencilla. Pero no es menos cierto que la tarea del kirchnerismo no se
redujo a la actividad jurisdiccional: además de la justificación pública y
permanente, por primera vez se reflejó la Política de Estado en todos los
ámbitos, de manera coherente y sistemática, desde los estrados hasta la
escuela; y se amplió la promoción de los postulados de “Memoria, Verdad y
Justicia”, a los de justicia social, igualdad, diversidad e inclusión,
relacionando orgánicamente los unos con los otros, llenándolos de contenidos
éticos y socioeconómicos prácticos, y de un sentido reparador.
Las políticas de DDHH
ampliaron con el kirchnerismo su contenido: ya no están circunscriptas al
impulso, solo, de su primera generación; ni se da por supuesto que su mero
reconocimiento y vigencia se corresponden necesariamente con el acceso a niveles de vida considerados
dignos. Y formar consciencia en ese sentido, empoderando a la sociedad para su
defensa, resulta una afrenta imperdonable al poder real (quienes, en última
instancia, estuvieron dispuestos a “entregar” a sus aliados militares, pero
nunca a poner en juego su propia fortuna), en tanto pone sobre la mesa la
discusión acerca de la apropiación y distribución de la riqueza, de la cultura
y del propio poder.
Quienes no aprecian
estas diferencias, o quienes no encuentran la relación, suelen ser los que
sostienen que se siguen defendiendo los DDHH del pasado, o quienes piensan que
los DDHH son sólo para los delincuentes (término cuya acepción en boca de quien
pronuncia la frase no refiere exclusivamente al que comete delito, sino que
comprende también al marginado, al travesti, al niño/joven en situación de
calle, etc.).
II – La
estatización.
Si nosotros nos
remontamos a los tiempos donde empezaba a perfilarse el concepto de DDHH
(normalmente se señala como hito la “Declaración de los Derechos del Hombre y
del Ciudadano”, Francia-1789), parecería un contrasentido que los DDHH puedan
“estatizarse”. De hecho en aquel momento eran poderes de autonomía y de
participación arrancados a la Monarquía Absoluta, y su vigencia requería de
parte del Estado, poco más que su reconocimiento y la abstención de interferir
en su ejercicio.
Pero resulta que a
esta conquista le sucedió la de los DDHH Económicos Sociales y Culturales (ya
temprana y embrionariamente insertos en la Constitución Republicana Francesa de
1793). Para que las personas puedan ejercitar sus derechos a la educación, al
trabajo digno, a la salud, a la vivienda, a la seguridad social, etc., no alcanza con que el Estado los reconozca y
se abstenga de interferirlos, es indispensable que tome parte activa, que
disponga de recursos, que legisle apropiándose de parte de la renta bajo la
forma de impuestos, que regule el mercado y el mercado de trabajo, que cree
directa o indirectamente puestos de empleo, que organice servicios educativos y
de salud pública, que realice obras de infraestructura y de saneamiento, que
lleve el agua potable a todos, que proteja e incentive la cultura popular,
etc., etc., entre un sinnúmero de actividades e inversiones que no pueden ser
librados a la buena voluntad de las gentes ni a las ambiciosas especulaciones
del mercado.
Ni hablar de la
necesidad de intervención estatal cuando después se empezaron a reconocer los
DDHH de los Pueblos (a la autodeterminación, al desarrollo, a la soberanía permanente
sobre los recursos naturales, etc.) o los DDHH en Situación (referidos a la
eliminación de las formas de discriminación, a la integración y a la
inclusión)… No hace mucho tiempo, Eugenio Zaffaroni (a quien no se lo puede
tildar de improvisado en la materia) sostuvo, sin hesitaciones, que los DDHH
eran, así como un programa de lucha, también “un buen programa de gobierno”.
En definitiva, cuando
escuchamos a alguien escandalizarse por la “estatización de los DDHH” en pleno
siglo XXI, estamos escuchando una voz anacrónica, anclada en una percepción parcializada
del S.XVIII, aquellos tiempos de Gloria del Capitalismo, cuando se sacudía del
mismo yugo estatal absolutista que, un poquito antes, había financiado para
consolidar. O a algún egoísta que se siente vulnerado porque su bandera ya se
realiza y es patrimonio del común. O a algún interesado que, elípticamente,
afirma que el Estado, especialmente el Estado democrático, también debería
permitir dirimir el acceso a la salud o a la educación según las reglas del todopoderoso
mercado.
No quiero con esto
insinuar que son prescindentes los organismos y asociaciones populares que
impulsan el reconocimiento o se desempeñan en la defensa de los DDHH. Pero en
todos los casos tienen por finalidad que sus aspiraciones se vean concretadas
en una acción del Estado. Cuanto mejor si esa actividad de desarrolla de modo
permanente y en profundidad, excediendo lo meramente declarativo. Es decir con
convicción, es decir que el Estado las asuma como propias, las positivice, las
difunda y promueva formando consciencia y las despliegue para que el conjunto
de la sociedad también las asuma como propias (hace unos días escuchaba a un
dirigente de la comunidad homosexual, expresaba su aspiración de que la
sociedad reconozca lo mismo que el Estado ya había reconocido).
III – La
cooptación.
Suele aparecer como
una exigencia a los organismos de DDHH de neutralidad o distanciamiento del
gobierno, incluso a modo de impugnación a cualquier expresión de los mismos que
denote afinidad con las políticas oficiales en la materia.
No recuerdo que esa
pretensión se haya enarbolado para impugnar la presencia de representantes de
algunos de esos organismos en la CONADEP (APDH, Graciela Fernández Meijide; MJDH,
Marshall Mayer); a pesar de que su existencia se debió a una convocatoria
presidencial que sostenía (como ya dije) una mirada parcializada sobre el tema
en cuestión (que hizo que no participaran de la Comisión referentes parlamentarios
de otros espacios políticos distinto al radical); o que otros organismos miraran
con desconfianza la convocatoria (Madres de Plaza de Mayo, por ejemplo); o que,
incluso, se sentaran a la misma mesa personajes que, hasta hacía muy poco
tiempo, demostraran simpatía y colaboracionismo con la dictadura (Magdalena
Ruiz Guiñazú, Ernesto Sábato).
La grieta, a la que
gusta aludir el showman Lanata, también se extiende a este ámbito, como una
profunda molestia porque referentes morales de la sociedad que se mostraran
inclaudicables ante cualquier agachada, renunciamiento o retroceso en la
materia, ahora manifiesten su beneplácito por la coincidencia entre sus reclamos
históricos y la política adoptada desde el gobierno kirchnerista (sin privarse
de apuntar sus diferencias, como lo hicieran Hebe de Bonaffini respecto a la
Ley antiterrorista, o lo militara el CELS en relación a la designación de
Milani como jefe de las FFAA).
De mi parte, como
confío en su calidad ética, supongo que si alguno de los gobiernos anteriores
hubiese adoptado el mismo rumbo, también habría recibido el mismo apoyo… pero
no lo adoptaron. De parte del coro opositor, (enceguecido por la especulación
electoralista, incapaz de reconocer virtud alguna al kirchnerismo, incapaz de blanquear
sus críticas a la gestión en DDHH desde la óptica regresiva que los anima) es
preferible destruir y bastardear baluartes de la lucha (cualquier lucha), antes
que admitir la vergüenza de no contar con su respaldo.
En las denuncias de
cooptación hay un tiro por elevación a las políticas actuales, no son sino (en
la mayoría de los casos, y dejando de lado opiniones comprensiblemente impacientes,
fundadas en la necesidad de mayor profundización) una manifestación de la frustración
por no contar entre sus filas con jugadores de peso que legitimen sus posturas
ambiguas, cuando no francamente retardatarias.