El
esloveno Slavoj Zizec es algo así como el reflejo en el espejo de la Sarlo.
Arrancó como sostén ideológico de la derecha disidente de Europa oriental, del
anticomunismo cerril, pero en vez de disfrutar de las mieles que le ofrecía el
mundo post “caida del muro”, reencaminó su espíritu hasta transformarse paulatinamente
en un referente del moderno pensamiento de izquierda. Salvando las distancias, claro, lo de la Sarlo
es de cabotaje.
Lo
traigo a colación porque arrima varias pautas para ayudar a interpretar la metodología
y el sentido de la acción cacerolera.
Aclaro desde ya que este post no tiende al análisis de las motivaciones
personales de un espectro tan amplio de
individuos (que presentan extrema dificultad para ser rotulados como “grupo”
en el sentido que le da al concepto Pichón Rivière (*), y por ende, resulta inútil
analizarlos como tal), sino que apunta al modo en que los promotores de la
manifestación han logrado reducirlos a una muchedumbre (**), los han arriado a
un lugar común, y esperan instrumentarlos como escenografía para el logro de sus objetivos particulares
(que no tienen por qué ser los mismos que las aspiraciones de las parcialidades
que conformaron la muchedumbre). Lo digo para evitar chicanas onda “los K siguen sin entender los reclamos legítimos
de la gente” y para advertir que si el lector es un convencido de la “espontaneidad”
del cacerolazo 13-S, es hora de que deje
de perder tiempo en esta lectura.
Zizek
en “En defensa de la intolerancia” (2001)
se explaya teniendo en miras a la caída del modelo soviético, y,
particularmente, en la organización social que la empujara. Nos explica cómo
fue posible que sectores tan dispares y con inquietudes a veces diametralmente
opuestas, convergieran en acciones políticas comunes para enfrentar al régimen
en Polonia:
“La
expresión "los comunistas en el poder" era la encamación de la
no-sociedad, de la decadencia y de la corrupción, una expresión que mágicamente catalizaba la oposición de todos,
incluidos "comunistas honestos" y desilusionados. Los nacionalistas
conservadores acusaban a "los comunistas en el poder" de traicionar
los intereses polacos en favor del amo soviético; los empresarios los veían
como un obstáculo a sus ambiciones capitalistas; para la iglesia católica,
"los comunistas en el poder" eran unos ateos sin moral; para los
campesinos, representaban la violencia de una modernización que había
trastocado sus formas tradicionales de vida; para artistas e intelectuales, el
comunismo era sinónimo de una experiencia cotidiana de censura obtusa y
opresiva; los obreros no sólo se sentían explotados por la burocracia del
partido, sino también humillados ante la afirmación de que todo se hacía por su
bien y en su nombre; por último, los viejos y desilusionados militantes de
izquierdas percibían el régimen como una traición al "verdadero
socialismo". La imposible alianza
política entre estas posiciones divergentes y potencialmente antagónicas sólo
podía producirse bajo la bandera de un significante que se situara precisamente
en el límite que separa lo político de lo pre-político; el término
"solidaridad" se presta perfectamente a esta función: resulta
políticamente operativo en tanto en cuanto designa
la unidad "simple" y "fundamental" de unos seres
humanos que deben unirse por encima de cualquier diferencia política”.
A
mi humilde entender, la acción cacerolera, si bien converge con la situación
descripta por Zizek en el carácter de conglomeración de diversidades, también
se encuentra respecto a ella en una situación embrionaria: ha advertido la
posibilidad catalizadora de enfrentar a un gobierno, pero aún no ha encontrado
el significante inclusivo y totalizador que transforme la muchedumbre en grupo
y, en consecuencia, sólo logra generar hechos políticos, aislados y hasta
inconexos, pero no una acción política coordinada y eficaz a desarrollarse en
el tiempo necesario. Tal circunstancia ha sido claramente puesta de manifiesto
en las entrevistas recogidas aquella misma noche entre los concurrentes. Para
colmo, las consignas más escuchadas fueron las manifestaciones de odio visceral
o, directamente, el “que se vayan”, sinceramiento adecuado en el enfrentamiento
con una autocracia, pero francamente disfuncional frente a un gobierno
democrático elegido hace menos de un año por una mayoría del 54%.
Poco
importa en el caso que cualquier análisis que pretenda ser tomado seriamente indique una clara distinción entre la
Argentina de hoy día y las condiciones socio-políticas y económicas objetivas de
Polonia en los 80. Lo importante es la existencia de algún sentimiento particular
de encono con el Estado o el gobierno, por cualquier causa que ni siquiera debe
tener que ser calificada como común, para que el persistente machaque sobre “el
sentido común” logre enfocar la animaversión individual y la colectivice. El “sentido
común” ha sido cuidadosamente adiestrado desde los medios hegemónicos como
eficaz antídoto a toda respuesta o explicación política, es capaz de volver
refractario al individuo a cualquier análisis e, incluso, de trastocar su
encono en odio e ira, si su creencia o el prejuicio afincado a nivel del
subconsciente, osan ser contradichos desde un comunicador gubernamental.
Es
que “lo político”, “lo público”, “lo estatal” ha sido cuidadosamente
constituido en el enemigo durante décadas. Es “ese que no hace nada”, “ese que
me roba”, “ese que me espía”, “ese que hace que suba el tomate”, “ese que me
impide expresarme libremente”… negándole toda connotación positiva y
achacándole hasta las más absurdas conductas destructivas. Producto: es el
culpable de todos mis males, jamás el que posibilita o crea las condiciones
para alguno de mis éxitos. Sobre la base de la demonización del Estado resulta
sencillo configurar “climas” hostiles.
“La lucha por la hegemonía
ideológico-política es, por tanto, siempre una lucha por la apropiación de
aquellos conceptos que son vividos "espontáneamente" como
"apolíticos", porque trascienden los confines de la política”
dice Zizek, y allí reside el secreto del triunfo parcial de los convocantes al
caceroleo. Los medios de comunicación masiva han logrado apropiarse del lugar
de fiscales del quehacer político, aparentando ajenidad de todo otro interés
que no sea los filantrópicos de “investigar la verdad” contrapuesta al “relato”
y “hacerla conocer” a los pasivos receptores. Han generado en torno a sí un halo de
inocencia y objetividad que no logra aún ser despejado para poner al descubierto sus prácticas manipuladoras. Esa
supuesta ajenidad de lo político es la que logra disipar incluso las mejores
evidencias de su parcialidad: los otros medios o los periodistas que pretenden
poner en negro sobre blanco sus verdaderas motivaciones, son cubiertos con el
manto de sospecha de una vinculación con el gobierno. La sola acusación (aunque
sea disparatada) de ser Medios oficialistas o periodistas militantes defenestra
cualquier prueba concluyente que se esgrima en su contra, hasta la
judicialización de sus perversidades se ven paralizadas cuando se lanza el
conjuro “justicia adicta” o “juez K”. Aquel principio de presunción de legitimidad
del que gozaban a los actos de la administración, hoy fue sustituido socialmente
por el principio de culpabilidad mediático, que inmuniza y vuelve impune su
complejo e interesado accionar.
En
estas condiciones, la actitud destituyente deja de ser una cualidad negativa y
oprobiosa, muta mágicamente en resistencia al régimen o intento de sacudir la
opresión, virtud con la que se dota a la muchedumbre previa a lanzarlas a la
calle. ¿Quién pudo hacer volar la imaginación lo suficiente como para concebir
de un joven sacado vociferando “¡quiero irme de viaje todos los años a Punta
del este, entendelo tarada!” un adalid de las instituciones republicanas? ¿Cuál
mente afiebrada soñó con escuchar un liberal-socialista como Binner congratulándose
por una marcha convocada por un nazi confeso como Kanki Biondini? Sólo la alquimia de la Televisión, condimentada
con fuertes dosis de oportunismo político, pueden perpetrar estos fenómenos
insospechados.
Lo
cierto es que la compleja trama de manipulaciones, tergiversaciones, mentiras y
ocultamientos masificados y persistentes, ha vedado el ingreso de la política
al terreno del sentido común de “lagente”. Aún falta mucho para siquiera
empatar la batalla cultural, aquella que muchos creían devenida en un aplastante
triunfo.
Cuando
aludo a la ausencia de espontaneidad, no reduzco la sentencia a la
convocatoria, sino también a la creación del caldo de cultivo de la reacción. Pero
es aquí también donde los medios de difusión masivos, a pesar de demostrar su
capacidad de generar estados de ánimos reactivos, simultáneamente, reinciden en
dar cuenta de una impotencia organizativa que les impide consolidar logros
parciales obtenidos. El correcto análisis de Zizek respecto a la articulación
de “Solidaridad”, pone de manifiesto los déficit de su sucedáneo vernáculo: ni un
programa de contenidos mínimos, ni un Lech Walesa aparecen, y, salvo que
consideremos la posibilidad de poner en ese lugar a Sri Sri Raví Chantar,
tampoco un Papa polaco. Y esto es de
suma gravedad para ea causa, porque si atribuimos valor de prenda de unidad al
significante unificador “que se vayan”, no deja de ser una limitante en cuanto
propuesta de caos poco proclive a seducir mayorías con un grado mínimo de
racionalidad, alertados del fracaso de la misma consigna en 2001.
En
definitiva, la alternativa cacerolera, hasta el momento, no puede ser
considerada más que una insinuación oclocrática en manos de “gente linda”. Y
seguirá siéndolo, al menos hasta que, eventualmente, se visibilice y logre el
suficiente respaldo popular “la conducción política” en que pretende constituirse
el GAPU (Grupo de Acción Política para la Unidad), precámbrica herramienta que impulsa a Macri a conventirse en el Capriles argentino, ante la inviabilidad (e
inaceptabilidad para los sectores fundantes) de que Moyano asuma el protagónico
rol de Walesa sudaca.
(*)
Grupo: “un conjunto restringido de personas que ligadas por constantes de
tiempo y espacio y articuladas por su mutua representación interna se propone,
de forma explícita o implícita, una tarea que constituye su finalidad,
interactuando a través de complejos mecanismos de asunción y adjudicación de
roles”.
(**) En el sentido estricto que confiere al
término Ortega y Gasset, meramente cuantitativo y visual, no cualificado, por
ejemplo, por un ideal común. Carece de los atributos necesarios para ser
considerada “pueblo”.
(***) Olocracia: gobierno de la la muchedumbre que a la hora de abordar
asuntos políticos presenta una voluntad viciada, evicciosa, confusa, injuiciosa
o irracional, por lo que carece de capacidad de autogobierno y por ende no
conserva los requisitos necesarios para ser considerada como «pueblo».