Las asociaciones empresariales
periodísticas han puesto el grito en el cielo por el reciente procesamiento de
Vicente Massot. La contundencia de la defensa parece expresar algo más que la
solidaridad corporativa con un hermano en desgracia. Razón les asiste por
aquello de “cuando las barbas de tu vecino veas cortar, pon las tuyas a remojar”.
Hasta ahora el
enjuiciamiento de Massot sigue los mismos carriles que los de los restantes
empresarios señalados por encontrarse involucrados con la desaparición forzada
de sus propios empleados. Pero existen otras causas posibles para imputarle a
buena parte de los actores económicos de 1976, cuya iniciación amenaza
extenderse como una plaga entre el empresariado superviviente de la época.
El indicio ineludible
es la manifiesta hermandad existente entre las declaraciones emitidas por la APEGE
(Asamblea Permanente de Entidades Gremiales Empresarias) antes y en ocasión del
lock-out del 16 de febrero de 1976 y las motivaciones políticas expresadas por
la Junta Militar para justificar su asalto al poder el 24 de marzo y el Plan
Económico de Martínez de Hoz anunciado el 2 de abril del mismo año, apenas una
semana después del Golpe (lo que no revela un alto grado de improvisación, sino
más bien su elaboración premeditada con bastante anticipación).
Lo que desde la
perspectiva de la investigación histórica y periodística es un hecho cierto,
amenaza con instalarse en el ámbito tribunalicio. Un sudor frío corre por las
espaldas de la elite económica argentina: la imagen de oficiales de justicia
allanando sus oficinas y distribuyendo convocatorias a indagatorias, no ya por
la imputación de hechos puntuales relacionados a delegados gremiales y empleados
secuestrados, torturados o asesinados (o por apropiación de bienes, como en el
caso de Papel Prensa), sino en el rol de autores intelectuales o instigadores
de la represión ilegal en el marco del genocidio.
Un giro altamente
probable (y necesario) en la estrategia de distribución de responsabilidades emergentes
de la última dictadura militar. Si el objetivo final del proceso iniciado con
el Juicio a las Juntas es la definitiva eliminación de todas las formas de
impunidad y la comprensión por parte de la sociedad de que si bien a los
militares (y al Estado) le cabe un alto grado de culpabilidad en la ejecución
de la política represiva y en la reestructuración radical de un modelo socioeconómico
de país, no es el único sector involucrado en el diseño y su promoción, y mucho
menos, el más beneficiado con su instalación. Si en Nüremberg desfilaron
industriales y banqueros por su complicidad y aprovechamiento del régimen nazi ¿Por
qué no debiera suceder lo mismo en Argentina?
Así como cabe señalar
a las empresas y sus titulares alineados en las entidades patronales que
convergieron en la APEGE como los autores intelectuales del Golpe y como base
social necesaria para su consolidación, no podemos eludir la urticante realidad
de que tal base resultaba insuficiente y que para la instauración del
terrorismo de Estado como mecanismo disciplinador eran indispensables consensos
legitimantes mucho más amplios. A diarios, revistas, televisión y radios les
cupo, antes y durante la Dictadura el papel de constructores de esos consensos
fomentando la sensación de inseguridad, el hartazgo en las instituciones
republicanas y la desconfianza en la salida democrática.
Su accionar fue preciso y contundente. Durante los tiempos en que campeaba la impunidad derivada de los
indultos menemistas y la ratificación de la senda del olvido asumida por el delaruismo,
Clarín publica una encuesta en la que afirma que más del 60% de los argentinos
adhería al postulado de la necesidad del Golpe de Estado, desestimando las opciones
electorales e incluso que la operatividad de la “delincuencia subversiva” había
sido ya prácticamente desarticulada. Tan
seguros estaban del éxito de las operaciones psicológicas masivas, que el mismo
diario el 24/3/1976 describe en tapa como una situación de “Total Normalidad” que las fuerzas armadas ejerzan el gobierno.
Si la edad y el estado
de salud de Gustav Krupp le hubiesen permitido sentarse en el banquillo de los
acusados en el primer juicio de Nüremberg, se habría enfrentado a cargos
como los de “conspiración” en razón de su activa y consciente participación militante
y financiera en el ascenso de Hittler al poder, tan o más grave que aquellos empresarios
(incluso su propio hijo) condenados por haber utilizado mano de obra esclava o
haberse aprovechado económicamente del régimen. Nada distingue su posición de
la de los empresarios que participaban de APEGE.
Nada tampoco permite colegir
que buena parte de la prensa local, hegemónica ahora y en el 76, sea merecedora de menores imputaciones que los
editorialistas, locutores y periodistas de la Radio Televisión Libre de las Mil
Colinas o de la Revista Kangura en Ruanda. El precedente sentado por las largas
condenas recaídas por incitación al odio genocida que derivó en la masacre de
1994 debe machacar inquietante (como nunca lo hizo su propia consciencia) en
las mentes de varios adalides monopólicos
de la libertad de expresión. Y el fantasma se hizo carne cuando la justicia
puso la lupa sobre Vicente Massot.
2 comentarios:
EXCELENTE ARTICULO
Tomemos lo bueno de Nüremberg y desechemos lo malo. A Nüremberg hoy lo vemos como demasiado ad hoc. En Argentina, para Massot o para cualquiera, no podemos tener fiscales ad hoc.
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