miércoles, 7 de agosto de 2013

Pase al vacío.


Mientras buena parte de la oposición demuestra una absoluta falta de reflejos y, movidos por la inercia, continúa hablando de “los Kirchner” y de una inexistente amenaza de re-reelección; el kirchnerismo parece decidido a afrontar por anticipado uno de los momentos más traumáticos por el que atraviesan todos movimientos populares: la superación del personalismo.




Entiéndase por tal un condicionamiento sociopolítico que existe aún a pesar e independientemente de las aspiraciones de un líder. El personalismo no necesariamente se construye a partir de la voluntad de quien conduce un movimiento, sino en razón de que la sociedad deposita en él (ella, en el caso) el cúmulo de sus expectativas e identifica las realizaciones con su persona. Cualquiera aspira que sus obras, que su impronta y su pensamiento, perduren más allá de su muerte o su alejamiento. La consciencia de la propia finitud, así como el ánimo de trascendencia propio de los hombres, conspiran contra la idea de que el personalismo se identifica siempre con un arresto egoísta de perpetuación.

Esta concepción no es más que un ninguneo a la inteligencia, una simplificación propia de espíritus poco amigos a sondear la profundidad y el sentido de la acción humana, o de aquellos que sienten que su poder permanente goza de mayor seguridad en instituciones vacías de sentido político transformador, que en un ámbito dominado por una férrea convicción democratizadora. “Muerto el perro se acabó la rabia” gustan afirmar autocomplacientes a modo de conjuro tranquilizador.

Una prueba de lo que afirmo la encontramos recientemente en Venezuela. ¿Quién puede imaginarse a un Hugo Chavez, perfectamente consciente de la proximidad de su paso a la inmortalidad, conspirando contra su obra, contra la doctrina que trabajosamente elaboró, contra la continuidad del proyecto bolivariano, por aferrarse al culto de su propia personalidad? Sin embargo el imperativo popular lo obliga a postularse nuevamente y a reafirmarse en su condición de líder. Ni siquiera el esfuerzo explícito y concluyente de trasvasar su legitimidad a un sucesor casi indiscutible, fue capaz de impedir que muchos venezolanos confundieran el camino y optaran por los cantos de sirena del caprilismo, desoyendo aquella última voluntad y poniendo en riesgo a la revolución.    

Pero tampoco es inocente la derecha que enarbola el discurso “institucionalista”. Por el contrario, se da a la incansable tarea de construir liderazgos alternativos, condicionados por la imagen que se les proporciona y resguarda, discursivamente laxos por la necesidad de ocultamiento de su alineamiento ideológico, y, por sobre todo, con un nexo con su electorado absolutamente intermediatizado. Liderazgos prescindentes, con fecha de caducidad. Liderazgos formales y aparentes, que adjuran de la competencia por el manejo de los resortes del poder y que aspiran a recuperar para la democracia el carácter de mero sistema de elección de gerentes que ejecuten las órdenes de un directorio permanente, que articula y decide por fuera de los mecanismos institucionales que les sirven de escudo y los relevan de responsabilidad social.

Cristina es conocedora de cómo una constitución pensada y reformada para maniatar la política y para garantizar la perpetuidad del neoliberalismo, embreta y condiciona la continuidad y profundización de un modelo, limitando esa natural tendencia al personalismo de la voluntad popular, ávida de delegar la concreción de sus aspiraciones en un gesto que necesariamente trasunta una confianza indelegable. Las encarnaduras de los liderazgos reales no son fungibles, se construyen con tiempo y paciencia, con diálogo directo y ejecutividad, muchas veces superando desconfianzas cuidadosamente plantadas y artificiosamente magnificadas. Los cuatro años de gobierno de Nestor lograron consolidar una base de confianza que permitió la elección de Cristina, pero no fueron suficientes para evitar que a cuatro meses de su mandato la ansiedad y la desconfianza se apoderaran de la sociedad, haciendo trastabillar el modelo y logrando que fuera derrotada electoralmente dos años después de asumir.  

Para la oposición, la imposibilidad actual de la re-reelección, permite ensoñar con un nuevo rasero sobre la que edificar sus esperanzas. Más allá de su incapacidad de construir una plataforma de propuestas explicitable, confían en que la Santa Industria Mediática imparta bendiciones que lo disimulen y constituyan un gesto, un eslogan o una sonrisa, en un impactante talismán de éxito. Mientras tanto no emerja ninguna referencia unificadora, la situación de dispersión y las asimetrías de desarrollo territoriales  (ninguno puede proyectar su imagen a más de un puñado reducido de distritos), las deficiencias de los aspirantes pueden ser disimuladas con recursos tales como la genérica alusión a “la oposición” (un colectivo inexistente) o eligiendo alguna provincia en particular para dotarla del épico significado de “madre de todas las batallas”. Para el PRO o Carrió se dirimiría su proyección nacional exclusivamente por su perfomance en CABA, para De la Sota en Córdoba, para Binner en Santa Fe, el radicalismo posiblemente centre sus expectativas en Entre Ríos, Chaco y Córdoba. Pero a contramano de sus aspiraciones, para la hegemónica empresa multimediática, patrocinante exclusivo de todo emprendimiento reaccionario, el territorio elegido ha sido la Provincia de Buenos Aires, desde donde despliega su trabajado encanto y producida seducción, un torrente que nace del Gran Lago K y nutre su indefinido y meandroso cauce de una confluencia impensada de afluentes, todos aportantes a su margen derecho: Sergio Massa.

Sin tener por qué, el kirchnerismo ha recogido el guante. Opone a la construcción mediática de un liderazgo opositor sin raíces en una idea, una construcción colectiva que se erige como continuidad de un proyecto, se atreve a encabezar la lista de postulantes del distrito más numeroso del país con alguien cuya aparente debilidad reside en haber sido ignorado su potencial por los medios, y lo blinda con fortalezas de un respaldo de gestión exitosa y la permanente alusión a la irrestricta fidelidad a un modelo.

Pero además, redobla el respaldo con la presencia de una presidente que juega activamente en la partida, consciente de que los dos años de mandato faltantes necesitan, para su eficaz desarrollo, de dejar plantada nítidamente una nueva referencia que sea percibida por el electorado como una clara continuidad de lo logrado.

El discurso en el acto de la Universidad de La Matanza, el sábado pasado, es una muestra de ello. No sólo desafió abiertamente a quienes, denuncias judiciales mediante, pretenden callarla e impedir que Cristina aparezca como artífice de un triunfo y capaz de entregar la posta a un aún innominado sucesor. También marcó su impronta imponiendo el pliego de bases y condiciones a los aspirantes del FPV, a la vez que puso una distancia abismal respecto a cualquier competidor por fuera del espacio K. Que quede claro que no se trata de ganar por ganar, a cualquier precio y para cualquier cosa. Dijo Cristina: “Para conducir un país no solamente hace falta estar preparado intelectualmente, hay que estar preparado emocionalmente con coraje y con lo que hay que tener para enfrentar a los grandes intereses. Esto de que lo hago porque soy un buen administrador, porque soy un buen gestionador… sabes que, si no nos plantábamos como nos plantamos en la renegociación de la deuda externa… ¡minga que nadie iba a poder hacer nada en este país! ¡minga! Qué gestión ni administración… DECISION, CONVICCIÓN Y CORAJE, aunque se caiga el mundo encima, de adentro y de afuera”. El desafío fue aceptado, la cancha de la sucesión quedó claramente delimitada, y el desmesurado talle del saco no admite que cualquier cuerpito gentil pueda rellenarlo.

“De esa miel no comen las hormigas”.









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