A mediados del próximo mes, se cumplen 30 años del último
gran acto de encubrimiento mediático a crímenes de la dictadura. El secuestro, tortura
y asesinato de Osvaldo Cambiasso y Eduardo Pereyra Rossi son informados por Clarín
bajo la eufemística e interesada forma de las consecuencias de un “enfrentamiento” de dos
subversivos montoneros con fuerzas policiales (capitaneadas por Luis Abelardo
Patti). Años de estigmatización lograban que la noticia fuera fácilmente
digerida, aceptada y justificada por “la
gente”, en los términos que había sido expresada, sin cuestionamientos ni interrogantes.
Desde 1975 se venían reproduciendo
en los diarios, acríticamente, comunicados que ocultaban fusilamientos y ejecuciones
sumarias, bajo la forma de “enfrentamientos”, extraños enfrentamientos donde
las bajas pertenecían siempre al mismo lado de la contienda.
Por parte de las empresas periodísticas,
se esgrime como flaco argumento absolutorio, una especie de “obediencia debida”
a los partes de guerra oficiales, una especie de miopía inducida por el clima
general del país. Hasta sonaría razonable si no ilustrarían las crónicas de época
tantas fotos que muestran sonrientes a los herederos de Mitre y a Ernestina Herrera, compartiendo actos con
altos uniformados donde se los premia con beneficios suculentos en desmedro de
las arcas del Estado.
Los falsos “enfrentamientos” contribuyeron
para crear el clima pre-golpista, para justificar la represión, para disimular
el genocidio.
Ahora, como antes, donde cualquier ojo
puede ver la agresión de una patota a un
grupo de jóvenes limpiando una escuela, Clarín y La Nación distribuyen la versión
del “enfrentamiento a palos” por la disputa de elementos para ser distribuidos
como ayuda social. Más allá de las distintas consecuencias, gravedad y connotaciones,
para esos mismos medios, la Masacre de Ezeiza, también fue un “enfrentamiento”.
Si se tratara de un hecho aislado,
no escribiría este post, pero no puedo dejar de asociar la cobertura de ese acontecimiento,
con la forma sesgada en que se relató la violenta irrupción del PO en Plaza de Mayo
el pasado 24, ni tampoco puedo deslindarlo de la absurda (y elaborada) acusación
de tenencia de armas por parte de la
Cámpora, lanzada hace tiempo por Carrio, reeditada por el otro inimputable de
Castells y difundida concienzudamente hasta el hartazgo por los medios hegemónicos.
La estigmatización de sectores, políticos
o no, en la historia siempre fue el preludio de su exterminio, o al menos reflejó un manifiesto pero impotente deseo en ese sentido sublimado
en una intención socialmente disciplinadora (el supuesto enfrentamiento donde fueron
asesinados Cambiasso y Pereira Rossi, fue vendido como un síntoma de “rebrote subversivo”
que pretendió condicionar la salida democrática).
En el 2002, la masiva movilización
piquetera que se organizaba para el 26/6, fue antecedida por una fuerte campaña
mediática de estigmatización del reclamo y de los reclamantes. Recuerdo
vívidamente haber visto pasearse por los canales de TV a un ex comisario explicando
el uso de las “tumberas” piqueteras, especie de escopeta casera con la que se
decía estarían armados. De antemano, se fue entrenando las mentes a la fácil aceptación
del futuro “enfrentamiento” y para la digestión del título de tapa “la crisis causó
dos nuevas muertes” con la que se pensaba cerrar el episodio represivo, en una armoniosa
maniobra de pinzas articulada (otra vez) entre dos manifestaciones del poder (el político policial y el económico mediático).
Por supuesto que soy consciente de
las diferentes consecuencias que arrojaron los hechos que menciono. Las consecuencias
luctuosas de unos los diferencian de manera dramática, en razón del mecanismo
de ejecución de la punición al estigmatizado, con una apaleadura a los compañeros
de la Cámpora, así como con la agresión a un “periodista militante” que cubre
una caceroleada, o con una puteada en Buquebus a un funcionario joven, camporista,
“judio y oriundo del marxismo”, o con el mero “amedrentamiento” al que, según
un fiscal Blanc, fueron sometidos agentes de la AFIP. Pero cuando ponemos la
lupa sobre el mecanismo mediático de provocación de reacción social respecto a los
acontecimientos, las distancias se acortan y el peligro de banalización de la
tragedia se diluye: el justificativo universal del “algo habrá hecho” se perfila con nitidez, pero esta vez no hay
dictadura ni partes de guerra tras los que ocultar la intencionalidad propia.
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